Aunque la solemne fiesta dr la Pascua de aquel año - doblemente festiva por haber coincidido en sábado - había concluido , la animación seguía siendo extraordinaria . A lo largo del pórtico Real y de Salomón , en las caras sur y este del gran rectangulo , respectivamente , los vendedores y cambistas se afanaban en atraer la atención de los posibles compradores , en un confuso maramágnun de gritos , regateos , y encendidas polémicas que , en la mayor parte de los casos , no pasaban de los insultos o de los mutuos reproches . Bajo los techos de madera de cedro , entre la triple columnata de once metros de altura del pórtico de Salomón , numerosos hebreos - escribas en su mayoría - paseaban cogidos de la mano , deteniendose en ocasiones para contemplar el embriagador paisaje del monte de los Olivos . A lo lejos , en el ángulo noroccidental , los cascos bruñidos de los legionarios romanos , de guardia en las torres de Antonia , destellaban sin cesar , anunciando la pronta caída del sol .
Fuimos sorteando las mesas y tenderetes de los vendedores de tórtolas y palomas , más abundantes ahora que los traficantes de especias y que , con monótonas cantinela , mostraban a los posibles clientes los excelentes y baratos pájaros y aves >> , destinados en su mayoria a las obligadas ofrendas que debían realizar las parturientas o los leprosos que lograban curarse .
La operación de canje de moneda era siempre engorrosa y ardua . Por supuesto , conocía la técnica del regateo - obligada en cualquier tipo de transación - y , aun sabiendo que el cambista procuraba siempre engañar al que tenía enfrente , simulé ante Juan Marcos una cuidadosa elección de la mesa sobre la que debía efectuarse la operación . El adolescente , habituado a estos trajines , me recomendó desde el primer momento un viejo caldeo , tocado con un turbante granate y de amplios sarabarae o pantalones persas de seda púrpura . Accedí y , una exagerada reverencia , mi joven acompañante me presentó como un horado comerciante griego de paso por Jerusalén . Los ojillos del cambista recorrieron en un santiamén mi pulcro atuendo y , señalando hacia la pequeña balanza romana que descansaba sobre el tablero de pino de su tenderete , correspondió con otra no menos falsa y pronunciada inclinación de cabeza.
Autor : J. J. Benitez
Un abrazo
Antonio Martinez
Fuimos sorteando las mesas y tenderetes de los vendedores de tórtolas y palomas , más abundantes ahora que los traficantes de especias y que , con monótonas cantinela , mostraban a los posibles clientes los excelentes y baratos pájaros y aves >> , destinados en su mayoria a las obligadas ofrendas que debían realizar las parturientas o los leprosos que lograban curarse .
La operación de canje de moneda era siempre engorrosa y ardua . Por supuesto , conocía la técnica del regateo - obligada en cualquier tipo de transación - y , aun sabiendo que el cambista procuraba siempre engañar al que tenía enfrente , simulé ante Juan Marcos una cuidadosa elección de la mesa sobre la que debía efectuarse la operación . El adolescente , habituado a estos trajines , me recomendó desde el primer momento un viejo caldeo , tocado con un turbante granate y de amplios sarabarae o pantalones persas de seda púrpura . Accedí y , una exagerada reverencia , mi joven acompañante me presentó como un horado comerciante griego de paso por Jerusalén . Los ojillos del cambista recorrieron en un santiamén mi pulcro atuendo y , señalando hacia la pequeña balanza romana que descansaba sobre el tablero de pino de su tenderete , correspondió con otra no menos falsa y pronunciada inclinación de cabeza.
Autor : J. J. Benitez
Un abrazo
Antonio Martinez
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